Se recostaba sobre mí,
me acariciaba dulcemente,
se reía de mí,
de esa lluvia de suspiros míos
cayendo suaves sobre ella.
Volaba sin límites
por las líneas azules de la tarde
hacia cielos infinitos
con un solo pestañeo.
Estaba de paso
y al mismo tiempo
se quedaba para siempre en mi piel.
Era traviesa,
inconstante, dulce, insistente
como esos soles que nunca terminan
cuando nos perdemos
en las orillas de los otros.
No acababa nunca,
era un instante que de hora en hora
seguía ahí
prendido a todo lo que mi andar
tocara o no.
Ahora que estoy ciego,
a oscuras de ella,
cómo extraño la luz de su mirada.